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A manera de manifiesto

¿Qué tan elocuente puede ser un cuerpo, uno solo, frente a la voracidad del mundo?

¿Cuánto puede sonreír un cuerpo, sólo uno, pese a los avatares de la vida cotidiana?

En una época en la que hace falta que la multitud se una, que tome la fuerza de cada individuo y forme un huracán que arrase con políticos absurdos, poderes aplastantes, economías desquiciadas, tierras enfermas; en una época así, en un contexto así, en un país así, ¿de cuánta fuerza es capaz un cuerpo, sólo uno? ¿En qué radica su fuerza, su poder transformador?

Plantear estas preguntas deja entrever que creo en el unipersonal como una práctica con el potencial para transformar algo del mundo circundante. También creo que asumir esta práctica conlleva una demanda de que algo sea cambiado; quizá en algunos casos, sea una protesta directa, en cualquier caso, constituye una voz que se alza, que habla fuerte, y tiene la intención de ser escuchada. Un cuerpo, sólo uno que está deseando y que se ofrece a sí mismo a una causa; que pone el cuerpo por su causa. Un cuerpo habitado, vivido, que presenta su carne, se presenta muy cerca de otro. Se encuentra con alguien más, con aquel que lo nota, con aquel que asiste a su invitación, o con aquel que se lo encuentra involuntariamente y presencia un unipersonal en algún lugar inesperado.

La fuerza, el poder transformador de ese cuerpo solitario, radica en su exposición; en asumirse y presentarse vulnerable; en traspasar el miedo a la vulnerabilidad; en encontrar un lugar en ese estado. Presentarse deliberadamente transparente implica una provocación.

Embarcarse en la creación de unipersonales, demanda de quien lo hace un acto de transparencia, de exposición, de que su voz se haga escuchar. Me refiero al cuerpo como voz, a la voz como cuerpo, a la elocuencia de la que es capaz un movimiento, una acción, una danza, un cuerpo, sólo uno.


Foto: Vicente Morales


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