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Escucho el oleaje, Max...

Para Oscar Ruvalcaba



Escucho el oleaje, Max, porque éste, nuestro castillo, da al mar. Escucho el oleaje acostada en tu pecho y lo confundo con el sonido de tu corazón; confundo el oleaje con el sonido sordo de mi oído en tu pecho. Si tuviera que elegir la melodía de nustro último baile, Max, elegiría una muy suave y muy alegre; elegiría una melodía verde aterciopelado; una melodía de mano caricia; una que no terminara nunca; una en la que cada nota fuera sucedida de otra, como gotas imparables formando ondas en el piso, una tras otra tras otra tras otra más. Ese oleaje parece convertirse en una marcha, en ruido, en alaridos, en trompetas anunciando tu fusilamiento, y entonces vuelvo de Miramar y me encuentro sentada en un lugar inmenso e inmensamente solo. Me descubro sentada en este lugar vistiendo un blusón blanco, muy fino; vistiendo una locura blanca, muy fina. Y vuelvo y viene a mí una pregunta incontestable: ¿Qué sucedió todo este tiempo?, ¿cómo es que un día estaba en las piernas de mi abuelo, jugando en los jardines, vistiendo mi vestido de patos azules y unas horas después estoy aquí, vistiendo una vejez blanca, una locura, unas arrugas, un cuerpo marchito? ¡¿Cómo Max?! Es inútil preguntarte. Es inútil tratar de levantarme. Soy un caballo con las cuatro patas fracturadas, inmóvil, esperando el milagro o el tiro de gracia. ¿Que enloquecí, dicen? Esa es la manera más simple, más inmediata para nombrar la soledad infinita, el desencanto infinito, la ruptura abismal. ¿Que enloquecí, dices?


(Texto escrito luego de bailar Carlota, la del Jardín de Bélgica de Oscar Ruvalcaba)


*En la foto: Laura Ruiz y Oscar Ruvalcaba. Fotografía de Gabriel Morales. Teatro de la Danza 2013

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